Publicado en la web de Asociación Socio-cultural Castilla:
http://www.asc-castilla.org/contenido/index.php/concejoabierto/439-contra-el-rencor-de-ramon-cotarelo-hacia-castilla
Desde la Asociación socio-cultural Castilla querríamos empeñar unas palabras en contra de los anacronismos históricos y las supercherías xenófobas del nacionalismo catalán. Aprovechan las mancas descripciones de Ramón Cotarelo sobre nuestra amada tierra de Castilla, pero hablan frente a todos los vilipendios del catalanismo contra el resto de España (especialmente contra Castilla).
http://www.asc-castilla.org/contenido/index.php/concejoabierto/439-contra-el-rencor-de-ramon-cotarelo-hacia-castilla
Desde la Asociación socio-cultural Castilla querríamos empeñar unas palabras en contra de los anacronismos históricos y las supercherías xenófobas del nacionalismo catalán. Aprovechan las mancas descripciones de Ramón Cotarelo sobre nuestra amada tierra de Castilla, pero hablan frente a todos los vilipendios del catalanismo contra el resto de España (especialmente contra Castilla).
Ha
sido común en la literatura de algunos nacionalismos españoles usar
en sus retóricas un chivo expiatorio al que cargar los males,
acaecidos en el proceso de constitución de un Estado liberal, que al
parecer se cernían sobre su tierra. Este papel literario lo
desempeñó en sus discursos nuestra querida Castilla, ¡parece que a
los castellanos siempre nos toca bailar con la más fea!
En
muchos de estos relatos nacionalistas opuestos al nacionalismo
decimonónico español, al defenderse la condición postiza de la
unidad española (en realidad, aglomerado de naciones, a veces puras;
sin mezclas culturales o raciales ni uniones políticas, más que por
la fuerza), había que darle el guión de potencia acaparadora,
represiva, a alguno de los agentes históricos para explicar la
Historia de España, sambenito colgado a Castilla en estas
literaturas, sobre todo en la catalanista.
A
estas peregrinas tesis recreacionistas de la Historia acompañaba la
imperiosidad de presentar una cultura especial y propia, que se
pretendía como dotada de particularidades inconfundibles, plenamente
reconocible y distinguible de las otras, y, además, de condición
superior (tesis que implican el anacronismo de una multitud naciones
preestatales al estilo moderno, post Revolución francesa, en la
Península Ibérica: con unicidad territorial, lingüística y
cultural). A esta tesis le seguían también los epítetos que habían
de acompañar a la unidad histórico-política que había tratado de
obnubilar esas culturas. Castilla, entonces, eran los brutos, los
cabreros, los charnegos, los destripaterrones, aquellos bárbaros más
burros que un arado, a quienes la falta de inteligencia y su
amorfidad cultural les dejaba como único recurso de dominación la
fuerza, y cuyo envidioso oscurantismo empujaba a borrar cualquier
rastro de cultura y de diferencia ajeno, hasta refundir a los otros
pueblos, como ya lo era el castellano, en una mediocre y mesetaria
imbecilidad.
A
nadie se le escapa ya la contradicción esquizofrénica que habita en
esta visión de la Historia de España y de los pueblos que la
hollan, más allá de que la verdad histórica repulse como falso
este relato: ¿Venció Roma o los galos? ¿El Imperio macedónico o
las tierras que fueron luego Alejandrías? ¿Vencieron los fenicios,
que poblaron Cartago y su república, o los habitantes anteriores?
Nuestra visión de la Historia y la unidad de España, realmente
existente, la cual no nos cabe exponer aquí, no tiene nada que ver
con el delirio que fabulan los nacionalismos fragmentaristas. Si lo
diésemos por supuesto, toda la Historia Universal habla en contra de
que pudiese suceder algo así: que un pueblo de salvajes, sin
cultura, pueda domeñar a una civilización a través de un proceso
de vaciado cultural y someterlos por largo tiempo, sin otro proyecto
político que una estulta sujección a la ignorancia y a la inanidad.
En los casos mencionados arriba (Roma o Alejandro, por ejemplo),
triunfaron sobre sus pueblos rivales no por superioridad bélica, por
mera fuerza, sino por ser capaces de incorporarlos junto con sus
pueblos en una unidad mayor. Para lo que, se apoyaron en una sutileza
cultural sin par, que sobrepujaba a la de los pueblos rivales; por
ejemplo, estaban en la perspectiva de poder asumir innovaciones
culturales de éstos y engrosar una cultura que comenzaba a ser común
(por cierto, que es el origen del legado cultural de Occidente).
Así,
la Historia demuestra en su andadura lo falaz de la visión del
independentismo. Castilla es una unidad histórico-política que se
constituye como condado, luego como reino y finalmente funda una
Corona, que se hermanará con la de León. Un pueblo capaz de
desarrollar estas formas políticas y de trabar relación con sus
pueblos vecinos y hermanos de manera tan diversa y profunda, no
parece una mera banda de iletrados salidos con lo puesto de una cueva
en la Peña Amaya. Castilla, sus albores en la Bardulia, es mentada
en documentos en el temprano año 800 d.C.
Poco
después, tendrá el honor de poner el origen del primer municipio
español de nuestros días, Brañosera, por su carta puebla,
precedente del derecho foral y de todo el hispánico, y primer paso
de todo el orden municipal peninsular. No realizaremos aquí una
colección de anécdotas históricas: referiremos datos que señalan
realidades estructurales materiales, apreciables en la Historia, que
desmienten el mito de que Castilla no tuvo cultura. Castilla fue
cultísima: las tempranas glosas silenses y emilianenses, allá por
los ss.X-XI, recogen los primeros pasos en la constitución de una de
las más tempranas lenguas romances, europeas y peninsulares, que se
ha definido como una de las más importantes a día de hoy a nivel
mundial (que hablan 500 milones de personas), a la par con el inglés,
con el mandarín y con el portugués.
Estas
glosas aluden a otra realidad estructural fundadora de riqueza
cultural: la red de monasterios precedentes de las universidades,
como la de Palencia (1212) o la de Valladolid (1247), pioneras de
toda una herencia de alta cultura y avanzados estudios (de las
primeras de Europa) que tendría su apogeo con la de Alcalá. Ésta,
junto con Salamanca, contribuyó de modo importantísimo a la escuela
hispana, no sólo con la afamada neoscolástica, sino con todo un
arsenal de estudios técnicos y científicos (con los que se
demostró, entre otras cosas, la circularidad del orbe, y que
permitieron el desarrollo de unas tecnologías que posibilitaron una
Monarquía que se extendía por la mitad del Mundo). Amén de un
desarrollo de teoría y técnica jurídicas sin parangón,
representado muchas veces por el burgalés Francisco de Vitoria.
Nombres como el de Gonzalo de Berceo, o el Arcipreste de Hita, o el
toledano Garcilaso, o el madrileño Quevedo, o el albacetense Alonso
Carbonel o el también madrileño José de Churriguera, no podían
despuntar en un erial cultural.
Lo
excepcional de sus obras implica una formación intelectual de primer
orden, que sólo puede darse en una sociedad con un legado histórico
suficiente y potentísimas escuelas donde se atesora, se selecciona
críticamente, se desarrolla y se imparte el saber: de la ingeniería
a la pintura, de la lírica a la ciencia jurídica, de la náutica a
la filosofía más fina (hasta el XIX, las escuelas de filosofía o
teología europeas aprendieron ontología con el manual del granadino
De Suárez).
Para
finalizar, como postilla, no querríamos dejar pasar la ocasión para
apreciar el absurdo histórico que supone el unicismo sustancialista
que propone el catalanismo para su nación y cultura, cuya versión
más histriónica es esgrimida hoy por el Institut Nova Història
(nueva, pero de verdad). El fragmentarismo catalanista plantea el
anacronismo de que pueblo y cultura catalanes conforman una esfera
cerrada y perfecta, que se puede remontar casi hasta el Pleistoceno.
Cataluña, así, estaría llamada a su esplendor cultural, como un
destino manifiesto, desde las primeras bandas de homínidos que
poblaron lo que es hoy su territorio. Como tal, a ella pertenecerían
las primeras muestras culturales o de progreso en la Hª de España
(incluso, en la Hª del continente europeo o, aún, la Hª
Occidental, la universal) y las más relevantes de la Humanidad. Un
cuento insostenible.
Nos
gustaría rubricar esta carta, antes que con ningún nombre, con la
bandera de Castilla, patria nuestra tan afrentada y olvidada hoy por
muchos.
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